30 septiembre 2013

Testimonio de Madre M. Rosaria Saccol

Madre M. Rosaria Saccol con monjas de su monasterio


MONASTERO CISTERCENSE
dei santi Gervasio e Protasio
Piazza Fiume, 68

              Querida M. Abadesa y hermanas del Monasterio de la Sta. Cruz de Casarrubios:
            La santidad es la primera urgencia pastoral de la Iglesia. La Constitución Lumen Gentium comienza el capitulo V, dedicado a la vocación universal a la santidad, con una profesión de fe en la santidad de la Iglesia. Nos dice le texto conciliar que “Cristo, el Hijo de Dios, es quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado “el único Santo”. Él amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla” (Ef 5, 25-26). Por ello, añade el Concilio: “en la Iglesia, todos, jerarquía y fieles, están llamados a la santidad” (LG 40). A ella invita y urge Jesús a todos los cristianos, cualquiera que sea su estado y condición: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Para ello nos regala el don de su Espíritu, que nos permite amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Mt 11, 20), y al prójimo como Cristo nos ama (Jn 13, 34 y 15, 12). 

            Por ello, San Pablo nos pide que vivamos como conviene a los santos (Ef 5, 3) y que como elegidos de Dios, santos y amados nos revistamos de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia y paciencia (Col 3, 12) y produzcamos frutos de santidad (Gál 5, 22; Rom 6, 22). El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2013-2016) nos recuerda también esta verdad fundamental, simple y sencilla, declarada por la Iglesia y vivida por ella a lo largo de veinte siglos: la llamada universal a la santidad. 

En realidad la santidad es la única vocación del hombre. No hay otra vocación, ni tenemos otra tarea mejor que realizar en la tierra. Todo para ser santos, todo para glorificar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. 

            Los santos son siempre modelos de vida para los creyentes en todas las virtudes cristianas. Sus vidas se fundamentan en la virtud teologal de la fe. Es verdad que la primera de las virtudes teologales es la caridad (1 Cor 13, 13), pero ello no quiere decir que la fe sea menos importante, porque la fe actúa por la caridad (Gál 5, 6), es decir, que la que obra es siempre la fe. Cuando se mira a una persona virtuosa como la M. Mª Evangelista, no cabe duda alguna que el motor de sus virtudes es la fe, que es el alma de la esperanza y de la caridad. Su vida está traspasada por la fe. Ella la  vive desde la cruz, no cualquier cruz, sino la de Cristo que se entrega por todos. Por ello, hace de su vida una ofrenda total al Padre, que le lleva a entregarse por amor a los hermanos. Su amor por todos nace de su fe. No nace de una compasión puramente humana sino contemplando la cruz de Cristo. Esta vivencia de Cristo crucificado le acerca al Padre, Creador de todo, que envía a su Hijo para nuestra salvación, y también a nuestros prójimos, por quienes Cristo murió haciéndonos hermanos. 

            Ella está convencida de que la cruz es el núcleo de su vocación. Su espiritualidad, centrada en la cruz y los consejos evangélicos, se caracteriza por la vivencia alegre de la virtud de la pobreza, la fidelidad a la oración, la mortificación, las obras de misericordia, su piedad, su austeridad y amor a la pobreza, su fidelidad a la regla hasta en los más mínimos detalles. 

            La vida de M. Mª Evangelista, es una forma preciosa de alentarnos en el seguimiento e imitación de Cristo. 

            Todo esto no se puede alcanzar sin una vida interior sincera y sin la unión vital con el Señor, dejando que sea Él mismo quien nos conduzca. 

            Otra prueba de la heroicidad de sus virtudes es su trato siempre amable y lleno de cariño por todos. No siempre fue fácil mantener el equilibrio del espíritu en la diversidad de circunstancias que rodean la vida de una persona. M. Mª Evangelista, sin embargo, siempre trató a todos, tanto y especialmente en su etapa de monja lega como en sus años de Madre Abadesa, con exquisita caridad, que en su caso no es fruto solamente de la educación humana recibida, sino que tiene una raíz sobrenatural muy profunda. 

            M. Mª Evangelista es modelo a imitar por cualquier cristiano. Su vida es epifanía o manifestación en nuestro tiempo, a pesar de la época en la que vivió (siglo XVII), de la vida de Cristo. Por ello, esperamos que la Iglesia la ponga sobre el candelero para que la luz de su amor a Jesucristo y el testimonio de su santidad nos ilumine a todos. Su vida nos alecciona e invita a seguir a Jesucristo con radicalidad y perseverancia y entusiasmo, valores olvidados en nuestro tiempo. 

            Para nosotras de la Orden Cisterciense la beatificación de la M. Mª Evangelista es ciertamente una gracia muy grande y un reconocimiento público de sus virtudes. Todo esto tiene, una finalidad pedagógica: mostrarnos que la santidad radica en el amor y en la fidelidad al Señor, en todas las circunstancias desde las más comunes y ordinarias de la vida hasta las experiencias místicas. 

            La santidad efectivamente no es sólo fruto de nuestro esfuerzo. Es, sobre todo, la donación del mismo Cristo en nuestros corazones. Esto es lo que verdaderamente llama la atención en los santos. No los hace santos la razón, ni el estudio, ni la perfección humana de sus actos, sino Cristo grabado a fuego en sus corazones. Todo ellos son transparencia cabal de Jesucristo a pesar de las dificultades. 

            En Madre Mª Evangelista, Jesucristo fue el centro de gravedad de su corazón, la razón última y definitiva de si vida, el valor supremo, la fuerza para esperar, la motivación de su misión como monjas cisterciense teniendo siempre como horizonte la gloria de Dios. 

            Yo creo que las palabras del Siervo de Dios Giacomo Gaglione resumen la vida de M. Mª Evangelista: “los santos no son grandes por las grandes obras que han hecho sino por el amor con el que se han sacrificado, para la realización de la misión que Dios les pidió”. 
                                 
  Madre M. Rosaria Saccol
                        Abadesa del Monasterio de lo santos Gervasio y Protasio.