28 enero 2016

RESTIMONIO: Sor María Francesca Righi, Valserena,

M. MARÍA EVANGELISTA QUINTERO (VITA NOSTRA): Monasterio Cisterciense de Valserena (Italia) en él vive la  autora de este artículo publicado italiano,  en la revista VITA NOSTRA ...

04 enero 2016

EPIFANÍA: ADORACIÓN DE LOS REYES (Diario de oración)


Estando en la oración el día de los Reyes, le pedía al Señor me diese alguna cosa de lo que había dado a aquellos santos reyes. Y le pregunté que cómo había sido aquella luz que les había hecho ver a aquellos santos, y que si la estrella había sido Él mismo o algúno de sus  Ángeles, porque me parecía que había sido grande favor que les había dado tal resolución. Y deseaba yo tener aquella luz para seguirlo. Hallábame tan falta de obras y tan apenada porque veía que recibía del Señor mucho y no sabía corresponderle, por eso deseaba llegar al Señor con aquellos tesoros con que llegaron aquellos reyes, que me parecía a mí eran simbolo de las obras del alma.

El Señor enseñó lo que significaban y dijo: María, lo que primero se me ofreció fue la mirra, porque tenía significación del fruto de la cruz y era como fruto también del dolor del pecado. Y esa me dieron lo primero. Yo le ofrecía al Señor aquel dolor y me lo daba el Señor de mis faltas, que veía tener muchas, y le pedía también el valor de la cruz significado por la mirra. Y dijo: El incienso se me ofreció después luego, que fue el deseo del alma, y sus pensamientos castos y santos que llegan a mi presencia fruto de la oración. Estos deseos puros me son muy aceptos, y rasgan mi corazón y llegan a mi presencia. Yo se los ofrecía, que veía también me los daba el Señor, y Su Majestad los recibía con amor, descubriéndose a mi alma como se había descubierto a estos reyes, y a su Madre, que lo tenía en sus brazos. Confesándolo mi alma y adorándolo en aquel traje y vestido humano y de niño, Él, que no cabía en cielo y tierra, enseñando el corazón de su Madre y el de aquellos reyes que veían y contemplaban aquel alto misterio, en una presencia tan humilde como allí estaba el Señor, se veía ser Dios igual al Padre. Y allí estaba su Madre, haciendo el oficio de la Iglesia, con su Hijo, adorando aquel sagrario de vida; y penábase de ver la ceguedad del hombre, mas miraba el gusto del Señor, en ver que venía a padecer, y reverenciaba sus juicios y allí los adoraba.
Llegó Gaspar a ofrecer el oro y díjome el Señor: María, este don y tesoro es significación de la obra. Pues en  estos reyes hubo obras y deseos, y junto con el conocer que Yo había nacido, vinieron a buscarme y ofrecer sus vidas y haciendas a mi servicio. Y así, obraron junto con el deseo. Yo me encogí y vi que no podía llegar a ofrecerle aquel don porque no hallaba obras en mí, que las obras solo veía ser del Señor. Díjome el Señor con amor de padre: María, acercate, que si no tienes obras Yo las tengo para ti. Y así, te hago cargo de ellas y quiero las tomes y tengas por tuyas, y te aproveches de ellas y las repartas con quien quisieres. Yo me enternecí de ver que el Señor me hacía partícipe de tesoros que excedían mis fuerzas. Y dijo: María, mis obras son la vida del alma. Yo por ellas tengo de juzgar al hombre. Y así, te hago cargo de ellas y quiero obres en ellas y su fruto se lo repartas, pues te he dado de ellas luz: no se pierdan.
Yo veía ser así, que Su Majestad me había a mí siempre dado luz de sus pasos y había Su Majestad hecho a mi alma capaz de sus tesoros, y quería viviese en ellos y se los repartiese con las almas del Purgatorio y mundo. Y vi que el Señor, en virtud de ellas, hacía al mundo particulares favores y, como derramando uno como rocío que a todas las cosas criadas refrescaba y todo tenía vida por su medio, hasta las mismas plantas recibían este favor y eran conservadas en su virtud por esta misma virtud, y teníamos todos vida por él. Y dijo el Señor: María, tomo Yo estos medios para hacer bien al hombre; miro y pongo los ojos en lo que Yo quiero y con eso los muevo para que me pidan. Y doy Yo mi hacienda al hombre, que son mis tesoros y obras, que los tengo para el hombre y es su legítima y herencia, como hijos que lo son míos.
Y enseñaba cómo le había ofrecido la mirra el rey que se llamaba Melchor, y el incienso Baltasar, y el oro Gaspar. Yo le dije si había sido Su Majestad la estrella. Y dijo el Señor, descubriéndoseme a mi alma con una moción grande y conocimiento claro de Su Majestad, dijo: Así me descubrí a sus almas y les moví sus voluntades a seguirme y buscarme. Esta era una luz y conocimiento del Señor, que movía y certificaba al alma la verdad de que era Su Majestad el señor de todo y el bien del alma, y rey de cielo y tierra, con una potestad y señorío grande, con una luz y conocimiento de cómo era Dios y hombre. Y cómo, en cuanto Dios, espíritu puro, humillándose a unirse con cosa tan baja como era hacerse hombre. Esta vista y moción –dijo este Señor– tuvieron estos reyes, y con esto conocieron había ya nacido. Y movidos [por] esto –que era el mismo Señor el que obraba en su alma– salieron a buscarlo. Yo le preguntaba si era esta la estrella que los guiaba y díjoseme que no, que la estrella era un ángel. Que el sentido que sonaba al decir estrella, se veía que era criatura guiada con su espíritu, porque las que son estrellas que lucen en su casa, por lo que de Su Majestad tienen, son los ángeles. Y así, dijo que si dijeran sol era decir otra cosa más superior que estrella, porque el sol aunque esté –que el Señor da para que aliente el mundo– es criatura suya. Mas decía era una significación de su poder y ser intenso, y así, el sol cerca todo el mundo y alumbra todas las cosas, como lo hace Su Majestad, sin que le estorbe nada sino la nube, que es la que lo obscurece, como lo hace también la nube del pecado, que es como un estorbo que a Su Majestad le pone el pecador. Mas que al sol no se le pega nada, que en su entereza se queda, como lo queda el sol.
Y enseñaba el Señor las miserias del pecado, que ve estorba al Señor todo género de obrar en el alma, por ser Su Majestad pureza y querer esta misma en el alma adonde había de asistir. Y enseñaba cómo, con aquella luz y conocimiento que había dado a aquellos reyes, les había purificado sus corazones de modo que les había servido de un bautismo. Y así, habían sido capaces de ver y gozar de aquella vista y conversación de aquella estrella, que les traía y acompañaba hasta meterlos en el lugar adonde estaba el Señor.
 Y enseñaba este Señor cómo esta estrella era el ángel San Gabriel, el que había sido en la embajada del Señor y traído al mundo tal nueva, y que a este se le había encomendado el guiar a estos reyes. Y enseñaba el Señor el gozo del ángel, cómo quisiera él dar al Señor toda la gloria que Su Majestad merecía; que esto solo Su Majestad a sí mismo lo podrá hacer y se podrá dar esta gloria, como se la da comprehendiéndose a sí mismo y conociéndose, y otra criatura no. Y decía el Señor se le dio a este ángel dar esta embajada por haber sido el que había traído la de la encarnación y ser un embajador de tales cosas, que el Señor lo tenía para eso. Todo lo enseñaba el Señor; y el gozo del ángel, como conocía al Señor con tan superior conocimiento parecía estar todo absorto en tal misterio, que sólo el Señor lo podrá enseñar cómo es esto; y la frialdad del hombre, y cómo celebra en su corazón estas cosas con tan poca vida, todo enterrado en la tierra y con la frialdad del hielo del pecado.
Decía el Señor teníamos los talentos que Su Majestad nos había dado enterrados, y no procurábamos aumentarlos en cosas de su gusto, como era en estas cosas. Y decía cómo, en esta mercadería del Cielo, se aumentaban los talentos del hombre y se le daba a Su Majestad gusto, y el hombre cumplía con las obligaciones de cristiano. Y el que no conocía estos misterios más se podía llamar infiel que no cristiano, pues era al Señor infiel y a sus beneficios desagradecido. De esto se quejaba el Señor y decía había muchos en el mundo que eran más bestias que hombres. Al fin, enseñaba Su Majestad haber entrado estos reyes y, junto, la estrella. Y cuando llegó, la estrella dejó de lucir, porque en la presencia de aquel Señor sólo Él luce, y todos tenemos luz de Su Majestad y de ella recibimos cielo y tierra. Él sea bendito y nos dé se cumpla su gusto y lo cumplamos. Amén.
De los escritos de María Evangelista: Misericordias Comunicadas Nº 7